Ultimamente demasiadas personas en el entorno de uno,
demasiados corazones sangran ceñidos por el alambre de espino del sufrimiento.
Por eso pones tu esperanza de alivio en el encuentro con la Naturaleza junto a
tus afines y afortunadamente rara vez defrauda. Las nubes pueden seguir tapando
el Sol y aun así el brillo de personas “golden edition” te devuelve el calor
que conforta en tiempos oscuros. Así, unos locos (según los parámetros de una
sociedad con piel de lija) nos juntamos en el albergue de Tremaya para visitar
Fuente Cobre y la tejeda de Tosande.
Según viajamos hacia el albergue el románico palentino
puntea el paisaje y paramos a contemplar la iglesia de Moarves de Ojeda con su
espléndida portada lateral. La parada técnica en S. Salvador de Cantamuda
también nos permitirá acercarnos a su iglesia de espadaña destacada.
El viento sopla fuerte desde que tras espantar a un zorro y
un corzo que compartían escondrijo en armonía subimos hasta el bosque fósil de
Verdeña, un paredón descubierto tras retirar una faja de carbón que lo ocultaba
a la vista en los tiempos de la minería. Ahora se muestra al cabo de un corto
paseo que también ofrece varias orquídeas entre las que la Dactylorhiza
sambucina es la estrella por su abundancia relativa. Pero más frecuente aún es
el muérdago que hace esferas en los chopos.
Llega otro coche con
un segundo grupo y casi corremos a Venta Morena para celebrar el encuentro con
la segunda cerveza de la tarde. El relajo empieza a hacer mella en mí y tengo
que volver a por el abrigo olvidado en la Venta.
Unas mesas y bancos alargados nos reciben en el comedor del
albergue y nos instalamos escogiendo literas en el piso superior. Se trata del
edificio de una antigua escuela que sin uso ha sido recuperado para alojamiento
en la montaña palentina. En la cena hay dos turnos pues todavía falta por
llegar el último grupo. Éste llama a la puerta después de los postres. Descubro
más olvidos como el del digestivo tras comidas. La actividad diurna ha cansado
al grupo y nos acostamos sin mucha tardanza después de una breve sobremesa.
Pero no todos callan a la hora de dormir y el concierto de los tenores
habituales arranca sin piedad con un buen tutti.
Por la mañana nos despierta la luz que se filtra por las
ventanas a pesar de tener los cuarterones cerrados. El pueblo es ganadero y
vacas y golondrinas nos informan de que ya llevan un buen rato en pie con sus
sonidos. Algunos de estos pájaros se posan en el alfeizar exterior de las
ventanas y se agradece verles bien a gusto a corta distancia de manera que se
aprecia perfectamente la garganta rojiza de estos pajarillos.
Desayunamos las excelencias que llámense bizcocho con
semillas o pan de tomate saben estupendas con el primer hambre en las puertas
del campo. Una risa incontenible paralela al golpeteo en la puerta es la
excelente respuesta a un encierro involuntario en un baño. Después nos aviamos
para acercarnos hasta Fuente Cobre y andamos cerca de la ribera del Pisuerga
niño que aquí impetuoso y rápido no parece el mismo anciano tranquilo que se
demora en unirse al Duero abandonando su única capital. Un pudio nos da la
bienvenida en el primer puente con sus inflorescencias blancas cónicas
prometiendo un camino agradable. Y así es, el viento apenas sopla y el Sol
calienta lo justo proporcionando la temperatura ideal para andar. Una y otra
vez cruzaremos puentes sobre cursos de agua que se niegan a seguir la línea
recta montaña abajo. Hay grupos familiares con o sin niños y parejas que nos
adelantan según parece buscando como único objetivo llegar a la cueva donde
nace el Pisuerga. Solo se salvan de este afán monolítico los niños que dan
rienda suelta a su curiosidad por el mundo que les rodea. Por nuestra parte
tenemos la suerte de disfrutar de un guía que nos desvela la botánica sin
titubeos y aún la geología con pequeñas pinceladas. Así es como alcanzamos la
velocidad arbera de crucero en las excursiones, siempre lenta por su atención a
los detalles haciendo valer la idea de que lo importante está en el viaje no en
la llegada a destino. Por el camino y a sus lados vamos dejando atrás
curiosidades como la Drosera, una de las plantas carnívoras ibéricas o la Ajuga
piramidalis que hace honor a su apellido tomando la forma asociada a los
faraones. Más común, también aparece la
forma delicada del narciso de campana (Narcissus triandrus).
A la hora de comer llegamos a la cueva de donde fluye el río
Pisuerga pataleando con energía fragorosa como el bebe repleto de fuerzas que
es. Dentro de ella, un par de chovas piquigualdas chillan disgustadas por la
intromisión de turistas domingueros que les niegan la paz de su nido hasta que
finalmente se rinden alejándose en un vuelo a distancia segura de vigilancia
esperando el momento tranquilo para volver a casa. Sin embargo, los aviones que
también habitan en la cueva con sus curiosos nidos de barro no se inmutan
acostumbrados a la presencia humana y entran y salen volando hábilmente.
Maravillan sus planeos desde el nido y la habilidad con que entran en él por su
pequeño agujero sin un solo percance del mismo modo que tampoco chocan en vuelo
con su dominio magistral del aire adquirido mientras persiguen insectos.
Imitamos su sabiduría y bajamos hasta una pradera a pleno
Sol donde los restos de una antigua choza de pastor ya están ocupados por una
familia con niños y todo. Así que nos toca sentarnos en la zona con más
pendiente alrededor de una roca. El entorno natural no solo ha desatado el
hambre sino las ansias de tertulia filosófica (por poner solo una palabra) hasta que el sopor de la siesta vence y adormece a Platón, Aristóteles y Konrad
Lorenz. Pero hay que seguir y el Sol calienta menos al abordar el sendero de
bajada que se aleja del río y discurre más alto que el de ida permitiendo una
perspectiva amplia de la zona en la que nos movemos y que en la lejanía llega
hasta la barrera montañosa que contiene al Curavacas. En un momento dado la ladera de enfrente de
nuestro valle se abre y quiebra con vaguadas y vertientes combinando con la
roca verdes de haya, rojizo de abedules sin hoja todavía y verdes oscuros de
algún acebo ramoneado que salpica praderas o incluso tejo en un mosaico
delicioso al ojo ansioso de Naturaleza en este año de lluvias abundantes.
Bajando más se entra en un robledal de Quercus petraea con
venerables árboles añosos roídos y agujereados por el tiempo, la intemperie y
algunos por el rayo. Todavía no muestran las hojas pero eso permite apreciar
mejor el diámetro de algunos troncos. A menor altitud aparecen serbales de
cazadores, mostajos e incluso un Sorbus cuya especie quizá sea intermedia
(Sorbus cf. intermedia)*. Nuestro botánico de cabecera nos descubre el sabor de
las hojas de Diente de perro e indica su aprovechamiento culinario en
restaurantes de postín. Quienes lo prueban se muestran sorprendidos por el
grato sabor de este Erythronium dens-canis.
Parece ser que ha dado fuerte por
la “etología humana” y se hacen cábalas sobre los subagrupamientos de los
miembros del grupo esperando que la realidad confirme las teorías creadas
previamente ¿Quién viene con quien? Konrad Lorenz estaría encantado. Con estos
entretenimientos científicos llegamos al aparcamiento y dejamos las mochilas en
los coches con alivio para espaldas y hombros. Se propone llegar a Venta Pepín
en la vertiente cántabra de Piedras Luengas previa parada en el mirador. Aquí
se puede mirar pero la niebla se encarga de no dejarnos ver demasiado
deslizándose rápidamente y espesando durante el tiempo que dedicamos a las
cervezas o el colacao en la Venta. Es un pequeño mundo en el que no solo se
reúnen parroquianos y turistas de paso como nosotros sino que se vive en las
casucas y edificios adyacentes con algo de ganado ordeñado todavía a mano y la
leña primorosamente ordenada a cubierto, tronco sobre tronco en un ejercicio
geométrico de máximo aprovechamiento del espacio. Comentamos maravillados los
prados verdes llenos de narcisos trompeteros (Narcissus pseudonarcissus) antes
de culminar el puerto. Tras conversar y remolonear un buen rato alrededor de la
mesa y en el exterior de la Venta Pepín volvemos a Venta Morena para cenar
imitando de alguna manera el juego de la oca. Llegamos recién anochecido y
dispuestos a cenar como reyes en el establecimiento que alberga unos tomates ya
floridos en tiestos sobre el alfeizar de una ventana y unos extraños relojes
con no menos extrañas pesas. La sopa de ajo pica pero está muy sabrosa y el
lomo de la olla junto con chuletas precedido por rabas y borono (una morcilla
de la zona que se sirve en rodajas con gajos de manzana asada) amansan las
bestias que habitan las barrigas rugidoras y fomentan risas y tertulia en dos
tiempos: sobremesa y posteriormente de vuelta en el albergue aunque esta última
no dura demasiado. A pesar de la lentitud en la vuelta me paso el desvío hacia
Tremaya y el cansancio que abrevia la tertulia nos conduce con gusto hacia las
literas.
El domingo amanece algo más caluroso y los nubarrones
oscuros que anunciaban tormenta a primera hora no descargan y el cielo se
despeja propiciando la aplicación de potingues solares. Hoy pruebo otro
distinto del de ayer que tenía purpurina y no recuerdo la marca pero sí su
denominación “golden edition” que indica el acabado farandulero que deja sobre
la piel.
Desayunamos abundantemente pero ni aun así se acaba todo el
bizcocho y demás alimentos siempre traídos en exceso. La ducha ha sido una
procesión y todo el mundo está civilizadamente perfumado antes de cerrar el
albergue con rumbo hacia la tejeda de Tosande. Paramos en Cervera a por pan y
continuamos para el aparcamiento de la tejeda que tiene al lado un itinerario
ilustrativo de lo que se puede ver. No nos atrae mucho porque pasamos de largo
tratando de adelantarnos a la estampida de domingueros que como nosotros han
escogido el mismo lugar y momento para patear la zona. Un microbús entero
amenaza con volcar a sus ocupantes hacia el valle de Tosande. Nuestro sprint
inicial nos lleva a cruzar la vía del tren por el túnel pero el guía considera
que con todas nuestras detenciones con motivo botánico no vamos a poder ganar
esta carrera y se opta por la estrategia del caracol espaciando el paso con
explicaciones botánicas y geológicas. Estamos en una zona divisoria que hacia
un lado tiene a las encinas como protagonistas y en la ladera Norte a las
hayas. La transición entre la vegetación mediterránea y la atlántica se produce
en el corto espacio entre las laderas y genera gran variedad. El agracejo, los
mostajos, el guillomo en flor, el haya y el tejo son vecinos del quejigo, la encina y a lo lejos del roble
sin hoja todavía.
Al poco de ser alcanzados por un par de caballistas endomingados
iniciamos la subida a la tejeda propiamente dicha que comienza con un hayedo
umbrío en el que se han dispuesto unas escaleras practicadas en la propia
tierra con un madero sujeto por una barra de hierro hincada como tope del
escalón para facilitar la subida de fuerte pendiente. A intervalos un tronco
cortado por la mitad y sostenido en horizontal facilita el descanso para los
que se fatigan. Más arriba aún arranca una tarima de madera que bordea tejos
centenarios formando un sendero circular. Todo contribuye a una sensación de
domesticación de la Naturaleza. Ésta no se manifiesta espontáneamente y
recuerda vagamente a un parque de atracciones, el precio que se paga por
facilitar el acceso a determinados sagrarios naturales. El parque de
atracciones vuelve a manifestarse a todo lujo cuando parejas de beldades y
otras gentes vestidas de riguroso domingo campestre posan con posturitas ante
los tejos de formas orgánicas que si tuvieran boca a lo mejor se tronchaban de
risa ante la vanidad de esos humanos advenedizos. En estos lugares el espíritu
sensible gusta de un poco de silencio respetuoso y admirado que facilite la
comunión con la Naturaleza, es decir, sentirse uno con ella. Tal vez es ese
ánimo el que me lleva a hablar en susurros.
Pequeños tejos están protegidos del ramoneo bien con una
rejilla de alambre individual o bien con una cerca que acota una zona poniéndola a salvo de los
dientes de herbívoros.
Culminando el camino de la tejeda, antes de llegar a un
mirador, me causa admiración un mostajo de grueso tronco casi paralelo al
suelo, quizá el mostajo de mayor diámetro que haya visto.
Comemos cerca de ese mirador con una perspectiva magnífica
rodeados por el paisaje de montañas con la tejeda a la espalda y el valle que
desciende al frente con su congregación de Quercus sin vestido de hojas. El
viento se ha intensificado lo suficiente para hacer casi desagradable la
estancia de pie pero sentados la ladera nos protege y no sopla en absoluto lo
cual hace muy agradable la comida donde por fin se acaba la fiambrera de arroz.
En la lejanía los buitres alzan sus
cuerpos atravesando ligeros el azul puro del cielo sin esfuerzo. Uno de ellos
se acerca a saludar a su modo, sin agitar las alas. Calentados por el Sol,
estamos en uno de esos momentos que parecen detener el tiempo fundidos a los
huesos de la Tierra. Descansamos la comida en la horizontal posible de la
pendiente y al levantarnos el aire de nuevo nos agita. En una ladera enfrentada
a nosotros un grupo de quejigos parece formar un improbable mapa de España
atravesado por el valle del Ebro y punteado por Lisboa del verde diferente de
los mostajos.
Al cabo, descendemos por el camino señalizado que nos
sumerge en otro hayedo, en este caso de luz más clara y de nuevo con escalones
artificiales que pretenden desmentir su fabricación humana integrándose en el
paisaje a lo cual contribuye la hojarasca seca que los oculta.
Volvemos a los coches y a las cervezas en un bar de Cervera
de Pisuerga con un mostrador de helados al que le damos un buen palo. Y de aquí
cada mochuelo a su olivo. Nos despedimos con mayor o menor efusividad según la
persona, montamos en los coches y
saliendo casi del pueblo tenemos un recuerdo feliz de una estancia anterior y
llegamos a un eremitorio rupestre en las afueras que muestra una pequeña
necrópolis también labrada en la roca. Cerca, en la parte baja de unos chopos de
buena altura una pareja de colirrojos reales tontean haciéndose ofrendas de
ceba mientras suena suavemente “Love is
in the air” en esta primavera y arriba al menos tres ardillas oscuras de tripa blanca comen los brotes
florales de estos árboles. La contemplación del eremitorio con el fondo de un
monte casi cónico y de estos animalillos deja un buen sabor de boca para la
próxima salida.
* Finalmente el árbol parece ser un Sorbus hybrida (S. aucuparia x S. aria)
El relato con fotos aquí, de la mano de Adolfo Txirpial
* Finalmente el árbol parece ser un Sorbus hybrida (S. aucuparia x S. aria)
El relato con fotos aquí, de la mano de Adolfo Txirpial
2 comentarios:
No se te escapa una como siempre. Se echaba muchísimo de menos la crónica costumbrista con el toque muy afinado de "tu pluma". Obteniendo vuestra licencia me permito reproducirla en nuestro blog acompañda de las fotos pertinentes que ilustran lo que describes en el texto.Si vd. lo considera oportuno.
Sin ningún problema. Gracias por leerlo!
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